¿Qué significa ser mujer?
«Se requiere buena presencia»
Desde el momento en que una niña nace, su cuerpo deja de pertenecerle completamente. En lugar de ser un espacio privado y autónomo, se convierte en un objeto sobre el que recaen discursos ajenos, convirtiéndose en un campo de batalla donde se inscriben expectativas culturales, ideales de belleza y normas alimentarias. La construcción de la subjetividad femenina está marcada, inevitablemente, por la mirada del otro y por el mandato de ajustarse a una imagen inalcanzable. A lo largo de las distintas etapas de la vida, el cuerpo de la mujer se convierte en un texto sobre el que se escriben historias de carencias y excesos, mientras se intensifica la presión por cumplir con un ideal de «buena presencia» que nunca se puede alcanzar por completo.
Estas imposiciones sociales no solo impactan en la imagen corporal de la mujer, sino que también tienen profundas consecuencias psicológicas que afectan su bienestar emocional, su autoestima y su capacidad para desarrollar una identidad auténtica. La constante lucha por cumplir con los estándares de belleza y las expectativas sociales crea un ambiente de ansiedad, inseguridad y, en muchos casos, trastornos psicológicos.
La infancia: la inscripción del cuerpo en el lenguaje
Desde temprana edad, las niñas son socializadas en una serie de rituales que les enseñan que su valor está estrechamente vinculado a su apariencia. Comentarios sobre su peso, sus formas o su manera de comer se transforman en instrucciones invisibles que marcan la necesidad de cumplir con un estándar de belleza. «No comas tanto», «las princesas no tienen barriga», «pareces una muñeca». Estas frases, repetidas en el entorno familiar y social, inscriben el cuerpo de la niña en un orden simbólico que refuerza la idea de que la «buena presencia» es lo más importante.
El juego, que parece un espacio de libertad, también se convierte en una vía de socialización de estas exigencias. Las muñecas, con sus representaciones de cuerpos perfectamente estilizados, transmiten cánones irreales, mientras que los juguetes para niñas fomentan la pasividad y la preocupación por la apariencia, en lugar de promover el desarrollo de habilidades motoras o cognitivas. Hoy en día, con el auge de las redes sociales, las niñas están expuestas a un flujo constante de contenido sobre belleza y delgadez, lo que intensifica aún más el proceso de cosificación y refuerza la obsesión por la «buena presencia».
A medida que las niñas internalizan estos ideales, la presión para cumplir con ellos puede desencadenar serios problemas psicológicos. La constante comparación con los estándares impuestos puede dar lugar a una baja autoestima, sentimientos de insuficiencia y ansiedad. El sentido de valía se ve estrechamente ligado a lo que otras personas piensan de su apariencia, generando una dependencia emocional de la validación externa.
La adolescencia: el cuerpo como mercancía del deseo
La adolescencia marca un momento crucial en la construcción de la identidad femenina, donde la mirada del otro se convierte en un factor determinante. El cuerpo cambia, se redondea, y con ello, aumenta la presión por cumplir con los estándares de belleza. La delgadez, que se percibe como sinónimo de control, pureza y aceptación, se convierte en el nuevo ideal. Sin embargo, este ideal de la «buena presencia» es paradójico: las jóvenes deben ser deseables, pero no excesivas en su deseo. Los medios de comunicación y la industria de la moda refuerzan este mensaje, mientras que las redes sociales, como TikTok e Instagram, promueven tendencias y retos de cuerpos ideales que generan una comparación constante.
Esta fase de la vida es crítica, ya que las adolescentes son especialmente vulnerables a los efectos negativos de la presión social. El deseo de encajar en los ideales de belleza puede generar trastornos alimentarios, depresión y ansiedad. La constante vigilancia del cuerpo, combinada con la inseguridad de la adolescencia, puede llevar a una sensación de desconexión con uno mismo. Las jóvenes pueden llegar a sentir que nunca son lo suficientemente delgadas, atractivas o deseables, lo que puede generar un ciclo de insatisfacción constante y de autoexigencia insostenible.
En este contexto, las dietas restrictivas y los trastornos de la conducta alimentaria se presentan como respuestas posibles a la imposibilidad de cumplir con este mandato social. Las jóvenes se ven atrapadas en un ciclo de exceso y escasez, oscilando entre atracones y ayunos, entre la hiperactividad y la pasividad extrema. La «buena presencia» se convierte, entonces, en una obsesión inalcanzable.
La adultez: la paradoja de la «mujer completa»
En la adultez, la presión social por mantener la «buena presencia» se complica aún más. Ahora no solo se espera que las mujeres sean delgadas, sino que además deben ser fuertes, exitosas, madres ejemplares, profesionales impecables y, por encima de todo, eternamente jóvenes. La industria del bienestar, disfrazada de empoderamiento, se convierte en un nuevo dispositivo de control, donde la «alimentación consciente» y el «cuidado personal» son promovidos bajo una lógica de rendimiento y autoexplotación.
Las mujeres adultas, al igual que las adolescentes, se enfrentan a una carga psicológica significativa. La constante necesidad de cumplir con múltiples roles a la vez genera estrés crónico, ansiedad y agotamiento emocional. La sensación de ser insuficiente o de estar siempre «en deuda» con las expectativas sociales puede afectar gravemente la salud mental. Esta presión puede resultar en trastornos como el síndrome del impostor, donde la mujer siente que no es merecedora de sus logros, o el agotamiento emocional, conocido como burnout.
En 2025, la obsesión por la «buena presencia» se ha intensificado con la tecnología. Aplicaciones para contar calorías, relojes inteligentes que monitorean cada movimiento y dietas personalizadas basadas en ADN se suman a la presión de ser perfectas. La mujer moderna no solo debe cumplir con los estándares de belleza, sino también demostrar un control absoluto sobre su cuerpo, su tiempo y su productividad. La maternidad, a su vez, trae consigo nuevas exigencias: el cuerpo gestante es admirado, pero después del parto, la urgencia por «recuperar la figura» refleja la constante aversión a cualquier signo de transformación que se desvíe del ideal.
La vejez: el cuerpo como vestigio
Finalmente, en la vejez, el cuerpo femenino pierde su estatus de objeto deseado y se convierte en un recordatorio incómodo de la caducidad. Las arrugas, la flacidez y los cambios metabólicos son vistos como signos de deterioro, más que como marcas de experiencia. La industria cosmética y las cirugías estéticas ofrecen soluciones para «combatir» el envejecimiento, negando la posibilidad de una vejez digna y aceptada.
Sin embargo, en los últimos años ha emergido un movimiento de mujeres mayores que desafían estos mandatos, reivindicando la belleza del envejecimiento natural y el valor de la experiencia. El activismo feminista ha comenzado a visibilizar la discriminación por edad, proponiendo nuevas narrativas que abogan por una vejez digna y no por la invisibilización.
Conclusión: el cuerpo como discurso
El recorrido por las etapas de la vida de una mujer demuestra cómo su cuerpo es una construcción discursiva, marcada por las expectativas sociales que insisten en la necesidad de una «buena presencia». Desde la infancia hasta la vejez, la mujer se ve obligada a responder a un ideal que siempre está fuera de su alcance. La psiconutrición nos permite comprender que esta presión no se trata solo de dietas o de la comida, sino de cómo el cuerpo se convierte en un campo de batalla donde se juega el ser. Los perjuicios psicológicos derivados de esta constante presión incluyen una amplia gama de trastornos emocionales, como la ansiedad, la depresión, los trastornos alimentarios, el agotamiento y la pérdida de autoestima. En 2025, la inteligencia artificial y el consumo masivo de redes sociales han transformado pero también reforzado estos ideales, que siguen teniendo un gran peso en la subjetividad femenina. Desmontar estos ideales implica una reconstrucción subjetiva que permita a cada mujer apropiarse de su propia imagen y decidir sobre su cuerpo desde su propio deseo, no desde la mirada ajena. En este Día de la Mujer, reivindiquemos la posibilidad de existir más allá de los espejismos impuestos.